El aguardiente o “guaro”, como le dicen en otras partes, no nació en Colombia. Su historia parte del mismísimo Cristóbal Colón, quien trajo la caña de azúcar en su segundo viaje y cuyo cultivo prosperó rápidamente en Centroamérica, el Caribe y la región andina.
“Qué tiene esta bebida, que alegra y ensoña, embriaga y deja tendida, tanto a la criada como a la doña”.
El 14 de marzo de 1973, a la edad de 66 años falleció en Caracas el autor del bambuco “Soy Colombiano”, un verdadero himno que muchos hemos cantado hasta desgarrar el alma. Me refiero al maestro Rafael
Godoy Lozano, quien con esta bella melodía logró acrecentar el fervor patrio de muchas generaciones de compatriotas: A mí denme un aguardiente, un aguardiente de caña, de las cañas de mis valles y el anís de mis montañas. No me den trago extranjero, que es caro y no sabe a bueno, y porque yo siempre quiero, lo de mi tierra primero. Ay, que orgulloso me siento de ser un buen colombiano.
Claro que Godoy Lozano no era lo que se dice una “perita en dulce”, su
autoexilio en Caracas obedeció a su fuerte oposición al estado colombiano, como militante del partido comunista durante la época más dura del conflicto sindical de la refinería de Barrancabermeja a comienzos de 1948. Pero no nos apartemos del tema y continuemos mejor con el significado de la palabra aguardiente. Veamos, el diccionario de la RAE la define como “bebida espirituosa que, por destilación, se obtiene de frutas o de algunas plantas”, entonces, queda claro que su preparación puede abarcar una amplia variedad de productos siendo el más popular el licor de caña.
Aparece el alambique
El arte de destilar irrumpe en la península ibérica a partir del año 700 de la era cristiana, durante la invasión árabe, cuando se introdujo el alambique, un instrumento que hasta entonces era utilizado en el medio oriente para extractar aceites esenciales de las flores y producir fragancias y perfumes, pero que los europeos utilizaron para destilar bebidas con alcohol, entre ellas, brandy y ginebra.
Del mismo modo, el alambique también empezó a ser utilizado para destilar hierbas de uso medicinal como el anís, cuyas propiedades curativas eran ya conocidas. Dichas preparaciones fueron adquiriendo diferentes nombres a medida que se seguía extendiendo el proceso de destilación por otras regiones europeas. Se dice que la palabra aguardiente se atribuye a la obra titulada “Elixir de vinorum mirabilis specierum” de Arnau Vilanova, la cual se basaba en la experimentación en un alambique al cual se le añadía fruta para extraer su esencia, obteniendo así un agua incolora bastante singular que al beberla despertaba rápidamente la euforia, y por este efecto la llamaron “aqua vitae” o “agua ardiente”.
Analizando en profundidad, se podría deducir que los aguardientes se clasifican dentro de la categoría de destilados simples por no tener ninguna adición de sabor. Esto significa que la bebida alcohólica que se elabora es 100% pura y contiene únicamente los rasgos de sabores característicos de la materia prima que se destila, por ejemplo, el anís o la caña de azúcar.
En algunos casos, el licor puede pasar por diferentes procesos de maduración o añejamiento, por lo general en barricas de roble para obtener un producto más refinado y con otros atributos propios del
envejecimiento controlado para después ser embotellado y consumido.
En algunos casos, el producto final se rebaja con agua o incluso se mezcla con otros líquidos para regular la cantidad de alcohol que se quiera obtener.
Nuestro aguardiente de caña
El origen del licor se remonta a la introducción de la caña de azúcar en Portugal en el siglo XV. Posteriormente, durante la colonización de Brasil, la caña fue cultivada en grandes extensiones para producir licor cuyo impuesto ayudó a financiar los costos de dicha colonización para la corona portuguesa. A partir de allí, la relación con el destilado de la caña de azúcar alcanzó rápidamente altos matices en el nuevo mundo: en el Brasil se produjo la cachaza, en el Caribe se produjo ron y en los países andinos el aguardiente. En el Nuevo Reino de Granada, el gobierno español asumió el monopolio
de la fabricación y venta del aguardiente para beneficiarse de las jugosas rentas, además se encargó de prohibir el consumo de la chicha de maíz y el guarapo de panela, que se consideraban bebidas ilegales.
Con este propósito se decidió crear en la población de Villa de Leyva, la primera fábrica de licores que tuvo el Virreinato. El cronista José Antonio Benites, narra que entre 1784 y 1787 fue construida la “Real Fábrica de Destilaciones del Nuevo Reino” cuya administración fue encargada al antioqueño, Don Juan Esteban Ricaurte, padre de Antonio, el héroe de la batalla de San Mateo – a propósito de esto, no es exagerado pensar que los paisas se han identificado con aguardiente casi desde su nacimiento-.
En los años siguientes, como muestra de la agresividad fiscal, los españoles crearon 14 reales fábricas de aguardiente en otras ciudades como El Socorro, Medellín, Valledupar, Ocaña y Neiva. Ya dijimos que el
aguardiente no es un licor colombiano, pero vale mencionar que la idea de perfumarlo con anís para darle ese toque especial, si es nuestra. El aguardiente pone sabor a la vida y embriaga de alegría, su sabor y aroma forman parte de nuestra cultura, por eso ningún compatriota que se encuentre en el país o el extranjero puede negar que lo ha probado. De hecho, la bebida ha sido protagonista de momentos históricos como la revolución de los comuneros, donde seguramente, un trago doble o triple animó a nuestra heroína Manuela Beltrán en la plaza de El Socorro, a pisotear los decretos que incrementaban los impuestos a los productos, entre ellos el licor.
Tampoco es descabellado pensar que el aguardiente pudo servir para acrecentar el coraje de los patriotas durante las guerras de independencia. En 1810, con el retiro del gobierno español desaparece además el control centralizado del aguardiente. Lo anterior originó dos fenómenos, el primero fue la aparición de alambiques clandestinos por todo el territorio, el otro fue la venta de aguardientes artesanales. Ello sucedió hasta 1905 cuando se dictó una orden para regular el negocio y darle la potestad al Estado para poseer el monopolio sobre la venta. Finalmente, cuatro años después, el Congreso resolvió que los gobiernos departamentales serían los encargados de administrar y regular la producción de licores.
Hacía falta una regulación, pues se sabe que el aguardiente alcanzó a tener un porcentaje de alcohol del 45%, -cosa brava- si se compara con el 29% que alcanzan los aguardientes hoy en día, algo que permite a un bebedor ingerir diariamente unas copas sin temor a los estragos del guayabo.
Hasta hace unos 40 años casi todos los departamentos del país fabricaban sus propios licores y aunque la mayoría de marcas han desaparecido, sus curiosos nombres quedaron en el recuerdo: Aguardiente Tres Brincos (Cesar); Aguardiente Doble Yo (Norte de Santander); Aguardiente Paratebueno (Meta); Aguardiente Onyx
(Boyacá), Anís del Mono (Valle del Cauca). ¿Y Santander? Por supuesto que aquí también tuvimos fábrica.
Las nuevas generaciones tal vez desconocen que entre 1948 y 1999 existió la Empresa Licorera de Santander, de cuyas marcas destaco dos: “Anisado Pichón” y “Aguardiente Superior”, ambos excelentes productos que nos acompañaron durante décadas. Se conocen las causas de su desaparición: politiquería, burocracia, mala reformulación de los productos y multas que ocasionaron el descalabro financiero de la lo que fue en algún momento una de las principales licoreras del país.
Hoy, de las 19 fábricas de licores que llegó a tener Colombia, solo quedan 7: Antioquia, Caldas, Cundinamarca, Cauca, Valle, Tolima y Boyacá. Sin embargo, el aguardiente sigue siendo el trago nacional por excelencia, superando a los demás licores. De acuerdo con las últimas estadísticas publicadas en 2020 el consumo de aguardiente tuvo un crecimiento del 20% y se calcula que los colombianos nos bebemos unos 8,7 millones de litros al año.
En el libro “Dios es colombiano”, Elkin Obregón menciona que el aguardiente sirve para muchas cosas: propiciar amores, encender riñas, aflorar odios, inducir confesiones, soltar frases antes no dichas y decir
imbecilidades… pero, ante todo, sigue sirviendo para conversar y acompañar las buenas amistades en bares y casas, sin que esa costumbre, a veces diaria, nos permita presumir de nada ni resulte demasiado costosa para el bolsillo. Nos despedimos del querido guaro, pero no sin antes dejar consignadas aquí algunas coplas del más profundo arraigo montañero:
“Esto dijo un difunto en la puerta del estanco, si no me dan aguardiente me levanto y los espanto. Quiero que cuando muera no llore ningún pariente, que solo llore el alambique, donde se saca aguardiente. Y si el guaro se muriera que muerte tan espantosa, como lloraría la gente, no permita Dios tal cosa”.
Fuente:
ardiente/
Agradecimientos al autor.